Foto: Imágenes de Google
Fuente: Libro Relatos de mi blog, II Parte.-J. Winston Pacheco
A diario hacía el recorrido por la vereda que llevaba al río, muy cerca de aquel poblado rural rodeado de bosque y peñascos.
Bajaba el camino silbando, feliz ante la seguridad de darse un chapuzón en aquella poza que descubrió un día de tantos. Allí las aguas se arremansaban en torno al acantilado, y eran un espejo móvil, tentador, sutil. Dispuso detenerse ahí cuando regresara de cazar liebres y perdices. El bosque era pródigo en piezas de caza menor, eso lo sabía bien, tan sólo tendría que buscarlas en los sitios adecuados y a él se los habían enseñado los expertos del pueblo
También le habían hablado de otras cosas, historias de peligros inesperados, como de cuentos de transformaciones inimaginables.
Pero, para él, esas historias eran desvaríos de ancianos nostálgicos. Lo que deseaba era cazar una liebre o una perdiz para la cena, servírsela dorada a las brasas y luego echarse una siesta.
En eso pensaba ese día, aunque luego de andar y andar con escasa fortuna, comenzó a sentirse fatigado...
En el morral traía una codorniz que se cruzó inocente por su camino como única pieza de caza. El ave, ya muerta, parecía dormitar desmadejada y aún tibia, mientras un hilillo sanguinolento fluía de su ancho y pálido pico.
Entonces se detuvo en aquella parte del río, en donde los peñascos rodeaban la poza redonda y profunda que invitaba a sumergirse.
Mientras se desnudaba, pensó que como esa debieron ser las fuentes en que bañaban las ninfas o las ondinas de las historias míticas, y sonriendo para sí dejó escapar un pensamiento malicioso.
- ¡Ojalá me encontrara una ninfa por aquí para que me acompañara en el baño!
Estuvo chapoteando como un niño travieso por muchas horas, sumergiéndose, saltando, lanzándose al agua desde un pequeño farallón dando volteretas en el aire. En los alrededores la brisa agitaba suavemente el follaje de robles y encinas produciendo un murmullo de extrañas voces.
Mas allá, las ramas arañaban la corriente dibujando trazos irregulares y sutiles. El ambiente era bucólico, tranquilo, alterado apenas por el gorjeo de un ave silvestre o por el ruido por momentos violento del viento.
Al salir, se dejó caer sobre la grama, desnudo y fresco, y comenzó a dormitar. Bien pronto cayó en un sopor inevitable.
Le despertaron los ruidos roncos o agudos de las bocinas de cientos de automóviles.
Con expresión de pasmo, vio que un ferrocarril cruzaba trepidante por un puente de acero construido sobre el acantilado, dejando a su paso un eco de grito moribundo resonando en las paredes de los altos edificios de concreto que le rodeaban por todas partes.
Estupefacto, intentó alcanzar la ropa que dejara en las inmediaciones, pero todo había desparecido: el morral con la codorniz, el río y la arboleda. Afortunadamente encontró un pedazo de lona en una cerca y pudo cubrir su desnudez. Finalmente, aterrorizado y confuso, emprendió una alocada carrera por la moderna autopista que parecía perderse en un horizonte sin fin.
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