Foto: Imágenes de Google
Pascualín era en la comarca un niño
fuera de lo común. Al verlo todo enjuto y esmirriado, acaso pocos
alcanzaban a imaginar las potencialidades y valores latentes
en aquel cuerpecillo delgado, apenas cubierto por una pobre
indumentaria: camisola de manta, amarillenta y desgastada por el
uso y pantalones descoloridos, llenos de remiendos, que
hablaban de sus azarosas incursiones por las colinas y barrancos
de las inmediaciones. Sus pies descalzos y maltratados eran,
también, testigos de esas andanzas.
Atraía especialmente la mirada
inquieta y penetrante de sus ojos negros, una mirada llena de curiosidad
por prácticamente todo lo que lo rodeaba, y su cabellera
negrísima, más bien azulosa, como plumaje de clarinero.
En el pueblo lo apreciaban por su
comportamiento respetuoso, demasiado formal para sus escasos once
años. Era estudioso por convicción, cumplía con sus deberes
al salir de la escuela, y después de engullir el magro alimento
disponible en su hogar, emprendía la marcha, ofreciendo sus servicios de
casa en casa para la realización de algunas labores como hacer mandados
al mercado, acarrear leña, trastejar techos o limpiar el huerto.
Así, se hacía de unos pocos pesos para ayudar a su madre, madre soltera,
que se ganaba la vida lavando ropa ajena.
En ocasiones algunas personas le
invitaban a comer y Pascualín, aceptaba contento, pero con la
condición de que le permitiesen llevarse el alimento para su casa y
compartirlo con su madre y sus cuatro hermanos. Cuando el trabajo escaseaba, emprendía
el camino hacia río, armado de anzuelo y de carnada de lombrices
recolectadas en los fangales del camino. Retornaba unas horas más
tarde con alimento para su madre y sus cuatro hermanos menores.
Al azotar la hambruna en la comarca
en los meses medianeros, se las ingeniaba para traer del bosque
toda suerte de frutos silvestres de temporada, guayabas montesinas, paternas,
o aguacates de anís. Si no encontraba frutos siempre regresaba con
algo, una paloma ocotera o una liebre, víctimas de su fina
puntería con la honda de hule.
Cuando la situación mejoraba, sus
compañeros de escuela le encargaban escarabajos volanderos (les llamaban así, pero en realidad eran una especie de langosta) para sus juegos, los ataban con un hilo por las patas y los echaban
a volar hasta que los insectos caían extenuados por el esfuerzo y la
fatiga. No era cualquier clase de escarabajo el que le encargaban, eran
los de color esmeralda que medraban en el fruto de la anona. Esos
eran los preferidos y más escasos, por cada uno le daban diez
centavos. Pero él sabía dónde encontrarlos.
Con movimientos felinos se encaramaba a
los árboles que crecían a orillas de río, y deslizándose con
sigilo por las ramas, los atrapaba con un movimiento rápido mientras los
insectos se daban un festín hundidos en la pulpa de aquellos
frutos.
Pero un día que realizaba esta labor,
tuvo la mala suerte de desprenderse del árbol cayendo sobre
los filosos guijarros. Lo encontraron agonizante, aferrado al
bolsón en que guardaba los insectos.
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