ARTE DE PENSAR

viernes, 13 de enero de 2017

PASCUALIN y los escarabajos

Foto: Imágenes de Google


Tomado del libro RELATOS DE MI BLOG, I PARTE de J.Winston Pacheco


Pascualín era en la comarca un niño fuera de lo común. Al verlo todo enjuto y esmirriado, acaso pocos alcanzaban a imaginar las potencialidades y valores latentes en aquel cuerpecillo delgado, apenas cubierto por una pobre indumentaria: camisola de manta, amarillenta y desgastada por el uso y pantalones descoloridos, llenos de remiendos, que hablaban de sus azarosas incursiones por las colinas y barrancos de las inmediaciones. Sus pies descalzos y maltratados eran, también, testigos de esas andanzas.

Atraía especialmente la mirada inquieta y penetrante de sus ojos negros, una mirada llena de curiosidad por prácticamente todo lo que lo rodeaba, y su cabellera negrísima, más bien azulosa, como plumaje de clarinero.

En el pueblo lo apreciaban por su comportamiento respetuoso, demasiado formal para sus escasos once años. Era estudioso por convicción, cumplía con sus deberes al salir de la escuela, y después de engullir el magro alimento disponible en su hogar, emprendía la marcha, ofreciendo sus servicios de casa en casa para la realización de algunas labores como hacer mandados al mercado, acarrear leña, trastejar techos o limpiar el huerto. Así, se hacía de unos pocos pesos para ayudar a su madre, madre soltera, que se ganaba la vida lavando ropa ajena.

En ocasiones algunas personas le invitaban a comer y Pascualín, aceptaba contento, pero con la condición de que le permitiesen llevarse el alimento para su casa y compartirlo con su madre y sus cuatro hermanos. Cuando el trabajo escaseaba, emprendía el camino hacia río, armado de anzuelo y de carnada de lombrices recolectadas en los fangales del camino. Retornaba unas horas más tarde con alimento para su madre y sus cuatro hermanos menores.

Al azotar la hambruna en la comarca en los meses medianeros, se las ingeniaba para traer del bosque toda suerte de frutos silvestres de temporada, guayabas montesinas, paternas, o aguacates de anís. Si no encontraba frutos siempre regresaba con algo, una paloma ocotera o una liebre, víctimas de su fina puntería con la honda de hule.

Cuando la situación mejoraba, sus compañeros de escuela le encargaban escarabajos volanderos (les llamaban así, pero en realidad eran una especie de langosta) para sus juegos, los ataban con un hilo por las patas y los echaban a volar hasta que los insectos caían extenuados por el esfuerzo y la fatiga. No era cualquier clase de escarabajo el que le encargaban, eran los de color esmeralda que medraban en el fruto de la anona. Esos eran los preferidos y más escasos, por cada uno le daban diez centavos. Pero él sabía dónde encontrarlos.

Con movimientos felinos se encaramaba a los árboles que crecían a orillas de río, y deslizándose con sigilo por las ramas, los atrapaba con un movimiento rápido mientras los insectos se daban un festín hundidos en la pulpa de aquellos frutos.

Pero un día que realizaba esta labor, tuvo la mala suerte de desprenderse del árbol cayendo sobre los filosos guijarros. Lo encontraron agonizante, aferrado al bolsón en que guardaba los insectos. 

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