ARTE DE PENSAR

miércoles, 28 de diciembre de 2016

LOS COMPETIDORES


Tomado del libro "Estación insólita" de J. Winston Pacheco



Acteón Benavides, el ingeniero jefe de la obra, saltó de la cabina de la pala mecánica y secándose las manos con un paño grasiento, avanzó con paso decidido hacia el grupo de trabajadores que le esperaba. Había preocupación en su talante.
- Caballeros – dijo con voz grave- Tenemos un problema aquí, y quiero que me escuchen con atención.

Los hombres hicieron rueda en torno a él, con la avidez reflejada en los rostros tostados por el quemante sol de la jungla.
- Hoy por la mañana me ha llamado el director contratista de la obra, diciéndome que es urgente que concluyamos este puente antes de la fecha convenida en el contrato, de eso depende que se le asigne a la compañía la construcción de la represa. De eso, y de otra cuestión más ¿Saben qué? Tenemos competidores en el otro brazo del río. Si ellos terminan primero su obra…estamos en la calle.

Hubo un murmullo entre el grupo de trabajadores. Parecían interrogarse entre sí sin darse respuestas valederas.
-Estoy seguro que nadie quiere quedar fuera de las nuevas obras ¿No es cierto?-inquirió Benavides dejando caer las palabras como mazos.
-¡Cierto!
-¡Nadie!
-¡No nos dejarán fuera, sean quienes sean!
-¡Somos los mejores!
Los obreros se atropellaban al hablar entre gritos y silbidos.
-No esperaba menos de ustedes, así que desde ahora redoblaremos el esfuerzo ¡Al trabajo, señores!

La noche del domingo siguiente llegó un convoy al campamento. Por cierto que aquel sitio se convirtió en poco tiempo en un poblado grande, nutriéndose con personas que llegaban en busca de empleo o para hacer negocios. Uno de los negocios que desde el principio marchó viento en popa, fue el de la taberna instalada en un tosco barracón de madera por Teódulo Garmenza, un sujeto que a la venta de alcohol agregaba los servicios de prostitutas que traía semanalmente del interior, y que por ejercer su trabajo le dejaban un cuantioso porcentaje.

Aquel fin de semana el establecimiento de Garmenza rebosaba de humo, carcajadas y sexo. Habían llegado en el último convoy dos docenas de hermosas mujeres dispuestas a complacer a aquellos rudos obreros hasta en los más inimaginables antojos. Todo por una tarifa más bien alta, pero el dinero era lo de menos, en los días de paga fluía como torrente y también así desaparecía.

Esa noche Acteón se encontraba sorbiendo unos tragos en su barraca, y mientras lo hacía, contemplaba con nostalgia los retratos de su mujer y sus hijos a quienes no veía desde hacía varios meses. Hasta él llegaban los aullidos de los hombres y mujeres que en la taberna de Garmenza daban rienda suelta a sus instintos.
- ¡Carajo! – Espetó el ingeniero sin apartar los ojos de las fotografías- Esta puerca soledad ya me tiene harto. Me daré una vuelta por el antro de Garmenza.

Pensarlo y dirigirse a la taberna fue todo uno. En cierta ocasión el astuto traficante le había ofrecido reservarle una de las chicas más agraciadas “para cuando esté dispuesto”.

Cuando entró al miserable local, los obreros lo recibieron con gritos de júbilo, carcajadas y bromas obscenas. Garmenza, decidido a ganar su favor, acudió solícito a su mesa con una bandeja de copas.
-¡Bienvenido ingeniero! Esta noche todo lo que consuma, óigalo bien, todo, lo paga la casa. ¡Si señor!
Chasqueó los dedos sobre su cabeza mirado hacia el fondo, y al instante acudió una chica morena de formas excitantes.
-Esta es Candela, ingeniero, téngale cuidado porque quema, como su nombre lo indica-barbotó el tabernero con sorna.
-Hola ingeniero ¡Bienvenido!- la chica habló con estudiado timbre.

Acteón se puso en pie y caballerosamente retiró un poco la silla para que la chica se sentara. Le ofreció una copa que ella sorbió con detenimiento, sin apartar del hombre su mirada felina.
-¿No le gustaría que me acercara un poco más a usted? No me agrada estar tan separada del hombre con quien bebo- dijo ella con acento insinuante.

A partir de entonces todas fueron noches de juerga, Acteón estaba encantado, aquellos encuentros con Candela le hacían más llevadera la vida en la jungla, al menos eso se dijo para sí mismo como tratando de justificar molestos escrúpulos.

El director contratista arribó una tarde en un helicóptero para darles una noticia tenebrosa. Cuando les habló parecía que las venas de su frente iban a reventar.
-Terminan el puente y se me van marchando- barbotó en la oficina de Acteón- No voy a sostener a un atajo de haraganes degenerados que me han hecho perder un jugoso contrato. ¿Ya se dieron cuenta? En el otro brazo del río terminaron el maldito dique antes que ustedes el puente ¿Y saben quienes lo hicieron? ¡Un manojo de malditos castores! ¡Sin excavadoras, ni tractores ni camiones! ¡No! Ellos lo hicieron con los puros dientes…Así que ¡Qué carajos! Terminan, les pago, y los quiero lejos de mi construcción.


Desde su ventana en el ferrocarril, Acteón contempló de lejos la estilizada silueta del puente ya terminado. Un sentimiento de amarga decepción le golpeó en su interior, y mientras el ferrocarril ganaba velocidad alejándose de aquellos selváticos parajes, tuvo la dolorosa sensación de que, igual que el personaje mitológico que llevó su nombre, él también en cierta forma había sido devorado por sus propios perros. 

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