Tomado del libro "Estación insólita" de J. Winston Pacheco
Acteón Benavides, el ingeniero
jefe de la obra, saltó de la cabina de la pala mecánica y secándose
las manos con un paño grasiento, avanzó con paso decidido hacia el
grupo de trabajadores que le esperaba. Había preocupación en su
talante.
- Caballeros – dijo con voz
grave- Tenemos un problema aquí, y quiero que me escuchen con
atención.
Los hombres hicieron rueda en
torno a él, con la avidez reflejada en los rostros tostados por el
quemante sol de la jungla.
- Hoy por la mañana me ha
llamado el director contratista de la obra, diciéndome que es
urgente que concluyamos este puente antes de la fecha convenida en el
contrato, de eso depende que se le asigne a la compañía la
construcción de la represa. De eso, y de otra cuestión más ¿Saben
qué? Tenemos competidores en el otro brazo del río. Si ellos
terminan primero su obra…estamos en la calle.
Hubo un murmullo entre el
grupo de trabajadores. Parecían interrogarse entre sí sin darse
respuestas valederas.
-Estoy seguro que nadie quiere
quedar fuera de las nuevas obras ¿No es cierto?-inquirió Benavides
dejando caer las palabras como mazos.
-¡Cierto!
-¡Nadie!
-¡No nos dejarán fuera, sean
quienes sean!
-¡Somos los mejores!
Los obreros se atropellaban al
hablar entre gritos y silbidos.
-No esperaba menos de ustedes,
así que desde ahora redoblaremos el esfuerzo ¡Al trabajo, señores!
La noche del domingo siguiente
llegó un convoy al campamento. Por cierto que aquel sitio se
convirtió en poco tiempo en un poblado grande, nutriéndose con
personas que llegaban en busca de empleo o para hacer negocios. Uno
de los negocios que desde el principio marchó viento en popa, fue el
de la taberna instalada en un tosco barracón de madera por Teódulo
Garmenza, un sujeto que a la venta de alcohol agregaba los servicios de
prostitutas que traía semanalmente del interior, y que por ejercer
su trabajo le dejaban un cuantioso porcentaje.
Aquel fin de semana el
establecimiento de Garmenza rebosaba de humo, carcajadas y sexo.
Habían llegado en el último convoy dos docenas de hermosas mujeres
dispuestas a complacer a aquellos rudos obreros hasta en los más
inimaginables antojos. Todo por una tarifa más bien alta, pero el
dinero era lo de menos, en los días de paga fluía como torrente y
también así desaparecía.
Esa noche Acteón se encontraba
sorbiendo unos tragos en su barraca, y mientras lo hacía,
contemplaba con nostalgia los retratos de su mujer y sus hijos a
quienes no veía desde hacía varios meses. Hasta él llegaban los
aullidos de los hombres y mujeres que en la taberna de Garmenza daban
rienda suelta a sus instintos.
- ¡Carajo! – Espetó el
ingeniero sin apartar los ojos de las fotografías- Esta puerca
soledad ya me tiene harto. Me daré una vuelta por el antro de
Garmenza.
Pensarlo y dirigirse a la
taberna fue todo uno. En cierta ocasión el astuto traficante le
había ofrecido reservarle una de las chicas más agraciadas “para
cuando esté dispuesto”.
Cuando entró al miserable
local, los obreros lo recibieron con gritos de júbilo, carcajadas y
bromas obscenas. Garmenza, decidido a ganar su favor, acudió
solícito a su mesa con una bandeja de copas.
-¡Bienvenido ingeniero! Esta
noche todo lo que consuma, óigalo bien, todo, lo paga la casa. ¡Si
señor!
Chasqueó los dedos sobre su
cabeza mirado hacia el fondo, y al instante acudió una chica morena de formas excitantes.
-Esta es Candela, ingeniero,
téngale cuidado porque quema, como su nombre lo indica-barbotó el
tabernero con sorna.
-Hola ingeniero ¡Bienvenido!-
la chica habló con estudiado timbre.
Acteón se puso en pie y
caballerosamente retiró un poco la silla para que la chica se
sentara. Le ofreció una copa que ella sorbió con detenimiento, sin
apartar del hombre su mirada felina.
-¿No le gustaría que me
acercara un poco más a usted? No me agrada estar tan separada del
hombre con quien bebo- dijo ella con acento insinuante.
A partir de entonces todas fueron noches de juerga, Acteón estaba encantado, aquellos encuentros con Candela le hacían más llevadera la vida en la jungla, al menos eso se dijo para sí mismo como tratando de justificar molestos escrúpulos.
El director contratista arribó
una tarde en un helicóptero para darles una noticia tenebrosa.
Cuando les habló parecía que las venas de su frente iban a
reventar.
-Terminan el puente y se me van
marchando- barbotó en la oficina de Acteón- No voy a sostener a un
atajo de haraganes degenerados que me han hecho perder un jugoso
contrato. ¿Ya se dieron cuenta? En el otro brazo del río terminaron
el maldito dique antes que ustedes el puente ¿Y saben quienes lo
hicieron? ¡Un manojo de malditos castores! ¡Sin excavadoras, ni
tractores ni camiones! ¡No! Ellos lo hicieron con los puros
dientes…Así que ¡Qué carajos! Terminan, les pago, y los quiero
lejos de mi construcción.
Desde su ventana en el
ferrocarril, Acteón contempló de lejos la estilizada silueta del
puente ya terminado. Un sentimiento de amarga decepción le golpeó en
su interior, y mientras el ferrocarril ganaba velocidad alejándose
de aquellos selváticos parajes, tuvo la dolorosa sensación de que,
igual que el personaje mitológico que llevó su nombre, él también
en cierta forma había sido devorado por sus propios perros.
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